Perú se encuentra inmerso en una silenciada crisis política y social, marcada por una democracia fracturada y heridas históricas que no cicatrizan. Desde la destitución de Pedro Castillo en diciembre de 2022, el país se ha convertido en escenario de protestas masivas, brutalmente reprimidas por las fuerzas del orden. Más de 60 muertes, miles de heridos y cientos de criminalizaciones evidencian la violencia estatal y la violación sistemática de derechos humanos.

El gobierno de Dina Boluarte, percibido como el resultado de años de corrupción y represión, ha profundizado la desconfianza ciudadana. Las movilizaciones, exigiendo nuevas elecciones y justicia, han sido respondidas con una fuerza desproporcionada, dividiendo al país entre quienes demandan un cambio estructural y quienes justifican la represión en nombre del orden.

La presidenta peruana cuenta con un total de 34 denuncias presentadas en su contra, a raíz de las investigaciones iniciales por los fallecidos y heridos en las protestas de 2022 y 2023, en el presunto encubrimiento de la fuga de, Vladimir Cerrón, entre otros temas, por los cuales ha sido citada en repetidas ocaciones al despacho de la fiscal general Delia Espinoza. La cual el domingo 10 de marzo negó que el Ministerio Público pretenda dar un “golpe de Estado blando”, como sostuvo la mandataria al quejarse de supuesto acoso político.

Dina Boluarte, presidenta de Perú.

Las heridas del pasado: Una democracia tambaleante

Perú carga con las cicatrices del conflicto armado interno y la dictadura de Fujimori, heridas que no han terminado de sanar y que lejos de ser relegadas al pasado, continúan latiendo en cada protesta reprimida y en cada acto de resistencia criminalizado.

Desde 2016, la crisis institucional se ha manifestado con seis presidentes, tres congresos y una constante pugna por el poder. La decisión de edificar un Estado sobre la base de la Constitución de la dictadura ha perpetuado desigualdades y conflictos, mostrando la incapacidad del Estado para abordar problemas estructurales, como señala Cruz, abogado de Derechos Humanos de Sin Fronteras, en entrevista con Dejusticia.

El derecho a la protesta: Pilar democrático en peligro

El derecho a la protesta social, esencial en sociedades democráticas, y este tiene la fama de encontrase amenazado en Perú, pues a pesar de contar con reconocimiento a nivel normativo, esto no ha sido suficiente para garantizarlo. Tal como lo demuestra, la criminalización de manifestantes, especialmente indígenas y campesinos, que ponen en evidencia la vulneración de este derecho.

El caso de los jóvenes de Cusco, detenidos y condenados por participar en protestas, ejemplifica la represión y el racismo estructural que enfrentan las comunidades marginadas. La falta de un enfoque intercultural en su proceso judicial y la desproporción de las penas impuestas reflejan la injusticia sistémica.

La ley de criminalización y cierre del espacio cívico

La promulgación de la ley N° 32183 en noviembre de 2024, que criminaliza actos de protesta como el bloqueo de carreteras, representa un peligroso retroceso para la democracia peruana, entendiendo que se da en uno de los gobiernos con mayor porcentaje de desaprobación. Esta ley, deja la sensación de instrumentalización de la inseguridad ciudadana, buscando desmovilizar a los sectores más vulnerables y silenciar sus demandas. Dejando por ejemplo a las demandas por conflictos socioambientales con una distancia marcada con el estado para posibles diálogos, dejándoles sin la posibilidad de defender sus territorios.

La ciudadanía percibe la represión y las violaciones de derechos humanos como una muestra del fracaso de las instituciones. La comunidad internacional observa con preocupación la debilidad institucional y la impunidad.

Un llamado a la acción: Reconstrucción política y social

Ante la crisis institucional y la represión, organizaciones como el Colectivo Kuska, en Puno, trabajan para atender a las víctimas de la represión, ofreciendo apoyo en salud mental y asistencia legal. Desde su perspectiva, un enfoque centralista por parte de algunas organizaciones genera desconfianza en las comunidades afectadas. Mientras tanto, las organizaciones de la sociedad civil se posicionan como una oportunidad de operar como un puente entre el pueblo y el poder, planteando la posibilidad de replantear estrategias, superar la visión centralista y trabajar de cerca con las comunidades afectadas.