Jen Baumed | Yo también

Lunes 10 de Agosto de 2020

¿Cómo puede una mujer indígena con discapacidad vivir dignamente? Es una interrogante que nos plantea la autora, quien nos describe cómo es que una mujer en Ahuahuitla vive con discapacidad motriz.

Ilustración en blanco y negro de Griselda sentada en una silla con las manos en sus costados viendo hacia el frente.

Griselda, 22 años, su lengua materna es el náhuatl y habla un poco de español. Se arrastra en el piso para avanzar, lleva la ropa sucia por la tierra del piso, es claro que no puede caminar pero desconoce su diagnóstico y no tiene una silla de ruedas que le facilite el traslado; la casa de sus papás no tiene una entrada accesible, y aunque tiene otros hermanos más o menos de la edad, ellos salen, tienen una vida como cualquier joven, a ella se le ha negado el derecho de ir a la escuela, su mamá dice que es porque “es más difícil con ella”, aunque la primaria está ubicada a un costado de su casa.

Griselda conoce el exterior por algunas visitas al médico, pero más por las novelas, tal vez por eso me preguntó tímidamente: ¿Oye y tú tienes novio? No supe cómo responder que sí, por miedo a no poder explicar por qué a ella, que se le habían negado tantos derechos como  educación, libertad, movilidad, rehabilitación, independencia, etc., y que seguramente su familia y la sociedad por ignorancia, prejuicios y  machismo, también le negarían el amor de pareja.

Juanita, –finada el año pasado– aproximadamente 62 años, hablante de náhuatl. Perdió el pie derecho debido a los malos cuidados de una úlcera, tenía diabetes e hipertensión. Dedicó toda su vida a ir a la milpa y a su hogar en la cima de  un pequeño cerro, no salía de casa y nunca quiso usar silla de ruedas por vergüenza. No tuvo hijos, así que vivió durante muchos años compartiendo la casa con su hermano menor, quien es alcohólico. Cuando aún vivía, Juanita nos contó con lágrimas en los ojos que a veces deseaba ya no amanecer, que no tenía con quien platicar y, aunque no aceptó con sus propias palabras la violencia física por parte de su hermano, lo dejó en claro cuando mencionó que debido a que él es quien le daba de comer  no tenía  más opciones – Kiampa ki neki Toteco- náhuatl (Así lo quiere Dios).

Estas historias son de mujeres reales, que sufren una doble discriminación: por ser indígenas y tener una discapacidad motriz. Esta era una situación inimaginable para mí hasta hace 11 años, cuando debido a un accidente automovilístico quedé parapléjica a nivel torácico. Antes de tener esta discapacidad nunca me sentí invisible o blanco de miradas de lástima, vulnerable, infravalorada, abandonada por la sociedad, sin poder entrar a la mayoría de lugares, todo al mismo tiempo. Es una sensación de profunda soledad, impotencia y desesperanza. 

Mi nombre es Jenny, tengo 31 años, de raíces hidalguenses, hablo náhuatl, estudiante en la licenciatura de Ciencias de la Comunicación en la UNAM; actualmente trabajo como recepcionista en un broker de aseguradoras. Soy usuaria de silla de ruedas permanentemente. 

He vivido la discapacidad desde dos contextos completamente diferentes: en el entorno rural en la Huasteca hidalguense, donde viví en casa de mis padres y después en la Ciudad de México, donde radico actualmente. Lo anterior me ha permitido observar y experimentar las dos caras de la  discapacidad. Las brechas sociales, infraestructurales y de oportunidades entre una y otra me obligaron a mudarme en búsqueda de una vida independiente. 

A pesar de saberme perseguida por las miradas curiosas y de conmiseración de la gente, me atreví a salir a la calle con ayuda de mi familia y amigos, quienes me tenían que cargar  hasta entre 4 personas con todo y silla para librar obstáculos. Nos enfrentamos a la nula accesibilidad del pueblo de Ahuatitla, Orizatlán; no me refiero sólo a rampas en comercios, calles, iglesia, delegación, escuelas o bibliotecas, sino a que no hay cabida para la diversidad funcional en ningún sentido.  

Por ejemplo, si un niña con discapacidad  motriz asiste a la escuela, es necesario que alguien más la acompañe diariamente para ayudarla a subir y bajar escalones, entrar y salir del baño; los profesores tienen un trato diferente hacia ella y sus compañeros no la incluyen en sus juegos, además de que los padres de familia piden que se le cambie de grupo para no restar la atención del profesor hacia los demás alumnos. 

Ahuahuitla es una comunidad en vías de desarrollo, con una población de 5 mil habitantes, en su mayoría agricultores, hablantes de lengua náhuatl. Al poco tiempo de comenzar a salir en silla de ruedas y darme cuenta del panorama de la comunidad, me reuní con un grupo de amigos y comenzamos a realizar actividades enfocadas en promover el liderazgo en distintas áreas con actividades deportivas y  culturales,  con el fin de mejorar la convivencia e inclusión entre los habitantes. 

Entre dichas actividades nos dimos a la tarea de visitar a las personas en condición de vulnerabilidad, fue entonces cuando me enfrenté a la cruda realidad de abandono en que viven las mujeres indígenas con discapacidad.  

En cada visita sentí una intensa indignación y tristeza por las condiciones de vida en las que mujeres de distintas edades con algún tipo de discapacidad son segregadas, discriminadas, violentadas y sin que nadie diga ni haga nada, como si no importara. 

La vulnerabilidad de ser mujer con discapacidad, no saber leer ni escribir, hablar sólo náhuatl, sin opción al uso de dispositivos electrónicos como el teléfono celular debido al analfabetismo y la falta de señal por ser una zona rural y cuando no se puede salir de casa de manera independiente porque es la misma familia que restringe el desarrollo personal, la comunicación con los demás e incluso es la principal violentadora  de los derechos más básicos: ¡No hay esperanza! Está completamente sola y estas mujeres asumen su realidad como la única opción sin escapatoria. 

Con todas estas barreras, ¿cómo puede una mujer indígena con discapacidad vivir dignamente?

El desconocimiento total de la existencia de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad lleva a su nulo cumplimiento, además, el machismo, que violenta a golpes para callar, también hace creer que “una mujer con discapacidad no puede atender al marido y mucho menos criar hijos o vivir sola”. Aunado a esto, los paradigmas sociales  invalidan todo tipo de participación de las mujeres con discapacidad, ya que las hacen ver como una carga o un castigo, dando pie a que dentro de la misma comunidad se les aparte por prejuicios absurdos que no dan derecho a la inclusión. 

Hacen falta políticas que busquen la convivencia integral en las zonas rurales, herramientas de atención a la violencia, que tomen en cuenta la lengua que hablan. Urgen programas que vayan más allá de una beca, porque cuando una beca es anunciada, entonces sí, las familias consiguen hasta carretillas para llevar a sus familiares con discapacidad a registrarse y poder recibir el apoyo; sin embargo, si bien el dinero ayuda económicamente a las familias, no garantiza que la situación de estas mujeres realmente mejore.

Es apremiante que sean tomadas en cuenta como seres individuales,  comenzando por que puedan acceder a los derechos básicos y dejen de vivir al margen de una sociedad que las excluye, limita y niega, porque así como estos dos casos mencionados miles de mujeres más viven en silencio, triplemente discriminadas como si fuera un castigo haber nacido mujer, ser indígena y nacer con o adquirir una discapacidad. La respuesta está en la empatía para poder lograr la inclusión que muchas mujeres  indígenas con discapacidad  ni siquiera imaginan. 


*Jen Baumed es estudiante de Comunicación, activista por los derechos de las Personas con Discapacidad.

“El presente artículo es propiedad de Yo también

Baumed, J (2020). Mujeres indígenas con discapacidad: solas, violentadas e invisibilizadas. Yo También. Recuperado el 14 de agosto de 2020 de: https://yotambien.mx/mujeres-indigenas-con-discapacidad-solas-violentadas-e-invisibilizadas/?fbclid=IwAR1lbqxZZP1C-OCZ2Tl9MBFg8eiKPNgEa4ZOmc9iIrcKhHgME8frqhvzyV4